Los diccionarios definen a la congruencia como “la relación lógica y coherente que se establece entre dos o más cosas”. Es sinónimo de “Coherencia”, “sensatez” y “Lógica” y entre sus antónimos figuran: “incompatibilidad”, “incongruencia”, “inconsistencia”, “discordancia”, entre otros. En términos de comunicación podría decirse que la congruencia es la armonía entre el pensar, el decir y el hacer, de manera responsable y consciente.
Lograr congruencia no es sencillo en un mundo en el que se compite por ser el mejor, el primero, el líder. En afán de llegar a ser reconocida por lo que no es, una institución puede inclusive violentar la filosofía de trabajo para reconfigurar una realidad y comunicar hacia el exterior una imagen que nada tiene que ver con la verdadera forma de pensar y actuar.
La congruencia implica dar testimonio público de lo que se es, se piensa y se cree, pero en ocasiones el proceso de comunicación no corresponde a la realidad que se vive dentro de dicha institución. Eso sucede incluso hasta en instituciones religiosas como la propia Iglesia, en la que en ocasiones sus integrantes jerárquicos no logran hacer vida a la exhortación que se les hace al momento de su ordenación: “Esmérate en creer lo que lees, enseñar lo que crees y vivir lo que enseñas”.
Lo anterior viene a cuento porque la semana pasada asistí a la presentación del libro “100 autores en 500 palabras”, editado con motivo del cuadragésimo aniversario de la Asociación Mexicana de Comunicadores, en el que encontré varios textos que manifiestan inquietud porque las empresas –y aún las entidades públicas- sean congruentes entre lo que comunican y la forma en la que actúan, tanto hacia el interior como al exterior de las mismas.
Una de las contribuciones de dicho libro que llamó mi atención fue la escrito por mi querido amigo Salvador Sánchez, introducido por una frase del periodista polaco Ryszard Kapuściński (4 de marzo de 1932 —23 de enero de 2007): “Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”.
Salvador, con la experimentada visión del comunicador dentro de las organizaciones, pone de relieve una verdad que por lo regular se soslaya: “Hay mucho dinero y poder de por medio. Por eso cada día ganan espacios los intereses que ‘hacen aliados’ a los periodistas, que convierten la ayuda al necesitado, la transformación de la sociedad y el cuidado del ambiente, en moneda de cambio, que pasan por encima de la verdad y reconfiguran la realidad para tapar abusos, ocultar crisis defender lo indefendible, crear y destruir reputaciones, debilitar voluntades.”
Reconfigurar la realidad con fines generalmente mercantilistas y utilitarios es no ser congruentes con los valores que muchas instituciones públicas y privadas dicen vivir como parte de su filosofía. Instituciones que se proclaman como “socialmente responsables” pero que en muchos casos limitan esa responsabilidad sólo a sus públicos externos por ser los que generan negocio y utilidades, sin preocuparse mayormente por aspectos como la dignidad humana, la equidad de género o las condiciones de trabajo de sus empleados, por sólo citar tres variables. Recuerdo el caso que expusieron las redes sociales, del empresario que golpeó a un valet parking; las preguntas que quedaron en el aire fueron: ¿así tratará a sus empleados? ¿Estarán temerosos de denunciar actos de violencia en su contra? ¿Habrá golpeado inclusive a alguna mujer?
Luis Rey Delgado, otro de los participantes en el citado libro, lo expone de la siguiente manera: “No necesitamos profundizar mucho para descubrir hipocresía institucional o corporativa, resultado de una desconexión entre declaraciones y comportamientos o de fingir cualidades o creencias que no se poseen, muchas veces no de personas malintencionadas o que actúan para su propio beneficio, sino que es más cómodo hablar de valores, visiones e ideales, que llevarlos a la práctica. Organizaciones que públicamente expresan una cosa, pero a ‘puerta cerrada’ hacen otra. Empresas ‘reconocidas’ por ser ‘el mejor lugar para trabajar’ pero donde existe un desequilibrio práctico familia-trabajo…”
En tono similar se expresa en el libro de referencia Raúl Camou, empresario en el campo de la publicidad: “Hoy más que nunca, las organizaciones corporativas, sociales y los gobiernos, igual que las personas que los conforman, deben ser congruentes en el decir y el hacer, porque si fue una práctica común hacer comunicación para generar percepciones positivas hacia el exterior sin importar que internamente las cosas no fueran como pintaban… no hay forma infalible de evitar que se fugue la información y se difunda lo que realmente está pasando en las organizaciones.”
Muchas veces las instituciones olvidan que su personal no es sólo un trabajador que cumple con una labor; es también un vocero potencial de todo lo que sucede, más que lo que se dice, dentro de su ámbito laboral. Es el primero en detectar la no congruencia entre lo que escucha o le dicen sus superiores y la verdadera forma de actuar de los mismos. Seguramente muchos hemos conocido, vivido o al menos escuchado historias de empresarios y funcionarios públicos que ven la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Un colaborador de un importante noticiario radiofónico me contó hace algunos años que su jefe, quien invariablemente apuntaba con dedo de fuego a quienes cometían injusticias con sus empleados, no se preocupaba por las que se cometían con sus propios colaboradores. Seguramente también habremos sabido de instituciones que aseveran manejarse con criterios éticos y actúan en sentido opuesto a sus valores manifiestos.
Otro texto del libro en cuestión manifiesta su inquietud por los efectos que la incongruencia puede tener sobre los públicos receptores de la comunicación. Seguramente avalado por su larga experiencia en el periodismo, Jorge Camargo, otro buen amigo, comunicólogo y experimentador de nuevas formas de construir la comunicación institucional, expresa: “Si existe un elemento sobre el cual debe tenerse, yo diría, un obsesivo cuidado, es el riesgo de caer en contradicción. Los mensajes deben ser congruentes con la esencia de lo comunicable. Si nuestras acciones son contradictorias con los ejes rectores del plan de comunicación, con la reputación de nuestra institución y con la imagen real o proyectada de quienes la lideran, entonces estaremos generando un efecto indeseable que producirá un rechazo instantáneo por parte de los públicos”.
En fin, es bueno saber que existe preocupación entre algunos expertos porque las instituciones sean congruentes entre lo que comunican y la forma en que actúan. La congruencia es la armonía que debe existir entre el pensamiento, la creencia y la acción; esta última es el reflejo de las dos primeras. Es de esperar que los directivos de las instituciones públicas y privadas en cualquier sector en el que se desempeñen, incluido el de los medios de comunicación, se asuman como responsables de la congruencia entre la filosofía y valores de sus organizaciones y su actuar público.
Estoy convencido de que la práctica de la congruencia implica la disposición de hacerse responsable de la vivencia coherente de los valores que rigen la vida de cada institución y de cada persona.
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